sábado, 18 de agosto de 2012


La incertidumbre se hacía intolerable. Le parecía que el tiempo se arrastraba con pies de plomo, mientras el viento maligno le empujaba a él hacia el borde de un negro abismo. Sabía lo que allí le esperaba; lo veía, y, estremeciéndose, se apretaba con manos húmedas los párpados quemantes, como si quisiera privar de la vida a su mismo cerebro y volver las pupilas a su cueva. Era inútil. El cerebro tenía su propio alimento en que cebarse, y la fantasía, que el terror tornaba grotesca, se contorsionaba y retorcía como un ser vivo, bailaba como un maniquí repugnante sobre un tablado, y gesticulaba atrozmente. Luego, de pronto, detúvose el tiempo. Sí: aquella cosa ciega y jadeante cesó de arrastrarse, y horribles pensamientos, una vez muerto el tiempo, acudieron corriendo y sacaron de su tumba un futuro espantoso, que le mostraron. Quedó sin poder apartar de él los ojos. El mismo exceso de horror le convirtió en piedra.